En verano, al crepúsculo de la tarde, un águila de la estepa, lanzándose desde una nube, viene a posarse sobre la cima. Batiendo alas se deja caer sobre el túmulo, da torpemente dos o tres saltitos y comienza a limpiar con su corvo pico el negro abanico de sus alas extendidas, su buche cubierto de plumas color herrumbre. Despúes, soñolienta, se queda inmóvil, la cabeza hacia atrás, mirando el cielo eternamente azul con sus ojos de ámbar engastados en negro. Como un bloque inmóvil de piedra preciosa, color pardo amarillento, el águila descansa antes de la caza nocturna. Luego se despega ligeramente del túmulo y echa de nuevo a volar. Antes de la puesta de sol, se verá más de una vez la sombra gris de sus alas reales surcar la estepa. ¿Hacia dónde la llevarán las ásperas brisas de otoño? ¿A la estepa de Mugan? ¿Quizá a Persia? ¿Tal vez al Afganistan?
Campos Roturados, primera parte. Mijail Sholojov
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